Lic. Rodolfo Echeverría Ruiz
Carta a Jorge
(De la Cueva en Carpizo)
Entrañable amigo mío:
Desde hace tiempo he querido escribir para decirte cuánto te he admirado y te admiro. Han pasado muchos años desde aquel frío febrero de l965. Serían las ocho de la mañana cuando el maestro Mario de la Cueva comunicó a su reducido grupo de alumnos inscritos en el curso de Derecho Constitucional que su adjunto sería "el compañero Jorge Carpizo". Tú sonreíste y te sentaste entre nosotros. De la Cueva dijo que tú habías sido su mejor discípulo desde hacía dos o tres años y que te había seleccionado para que lo suplieras en aquellas ocasiones en las que don Mario se viera precisado a estar en otra parte –sus responsabilidades como una de las más altas personalidades de nuestra UNAM lo mantenían frecuentemente ocupado en su doble calidad de asesor del rector Chávez y del maestro César Sepúlveda, director de la Facultad de Derecho– o sufriera algún retraso involuntario en el inicio de su clase tempranera.
De la Cueva, como sabes, querido Jorge, nunca faltó a su cita con las aulas. Su cátedra principiaba a la hora exacta, con inexorable puntualidad militar, ni un minuto antes ni un minuto después. Y, por ello, nunca entraste en escena durante nuestro curso. Te dedicaste, con nosotros, a escuchar a De la Cueva y a tomar notas y apuntes como si fueras –y lo eras y, con seguridad, lo eres hoy– un alumno más. El preferido, desde luego. Y por merecimientos propios.
Al finalizar su clase, De la Cueva permanecía de pie –tú, a su lado, serio y circunspecto–, dispuesto a entablar diálogos con algunos de sus alumnos acerca de ciertas dudas que con frecuencia nos asaltaban. Era el momento en el que entrabas en acción. El maestro te cedía la palabra y tú, ante su paternal y sonriente silencio, explicabas y explicabas un tema u otro. Y hasta ibas más allá. Entonces, don Mario nos invitaba, con parsimonioso afecto, a trasladarnos a las instalaciones del Seminario de Derecho Constitucional, y allí pasábamos un buen rato. Discutíamos algún problema teórico o técnico o político inherente a la materia en estudio. Tú nos recomendabas lecturas, nos orientabas acerca de las fuentes originales que debíamos consultar y, con menos paciencia que la proverbial de don Mario (cosa que debes admitir), nos aclarabas algún tema o nos dejabas con nuestras muchas dudas, a manera de una inteligente estratagema muy tuya para acicatear nuestra curiosidad y, de ese modo, proseguir nuestro debate al día siguiente. Muchas veces aquellos diálogos contigo se convirtieron en polémicas encendidas que solían terminar a carcajadas y, a veces, nos llevaban a citarnos en la cafetería de la Facultad para continuar y ahondar una discusión con cuyas conclusiones preliminares no siempre estuvimos plenamente de acuerdo. ¿Te acuerdas?
Desde aquellos años empecé a advertir que, guardadas todas las distancias generacionales, existía un paralelismo vocacional y una simetría caracterológica entre las personalidades y los temperamentos de Mario de la Cueva y de Jorge Carpizo. Es verdad: el maestro De la Cueva representó una importante influencia en tu vida pero, querido Jorge, quienes te conocemos bien sabemos que nunca has aceptado tutelas de nadie, aunque se llame Mario de la Cueva. Eres independiente hasta extremos radicales. Polemista nato y neto, impetuoso a veces, te ha obsesionado el deber de buscar y de decir la verdad. Eres dueño de un singular talento para descubrirla y difundirla sin contemplaciones.
Eres vehemente y enfático. De la Cueva no era así, aceptémoslo de manera objetiva. Él era más bien seco y contenido y tú eres abundoso y desbordado. De todos modos siempre hubo entre ustedes sintonía en materia de principios, una suerte de simbiosis intelectual.
Maestro y discípulo compartían enfoques y actitudes ante la vida. Hay que tener mucho cuidado contigo, querido Jorge, porque, cuando alguien trata de acosarte o de acusarte, cosa que es muy difícil dada tu probidad a prueba de fuego, de manera inmediata –implícita o explícitamente– amenazas con renunciar a la encomienda que desempeñas en determinado momento. Y has cumplido esa amenaza varias veces o, en otras ocasiones, has alcanzado el objetivo: que nadie estorbe el ejercicio instintivo de tu inflexible noción de la justicia y de la verdad. Eso mismo solía hacer don Mario cuando alguna alta autoridad pública le pedía resolver un asunto en un sentido o en otro o actuar de manera contraria a sus principios. Los principios, siempre los principios. Tú, Jorge, como el maestro De la Cueva, has establecido un vínculo irrompible entre la política y la ética, entre la integridad personal y el servicio al Estado.
Ambos esclavos del derecho, ambos servidores de tiempo completo en la UNAM, don Mario y Jorge –Jorge y don Mario–, conformaron un binomio intelectual en cuya médula pactaban con honor la coincidencia y el disenso. Era enorme tu admiración critica por la potencia académica de don Mario y era evidente el respeto intelectual del maestro hacia su brillante discípulo. Eso te ha honrado –y te honrará– toda tu vida, querido Jorge.
Fueron muchas sus coincidencias intelectuales, aunque no fueron pocas sus discrepancias académicas y políticas. Las discrepancias nunca se convirtieron en desavenencias. Al abordar sus desacuerdos de manera pública y abierta, respetuosa, pero sincera, protagonizaban luminosos debates –verbales o escritos– que se transfiguraban en proposiciones jurídicas, académicas o políticas que, a su vez, eran seguidas, analizadas y discutidas, con puntual asiduidad, por la comunidad universitaria y por los segmentos más atentos a los problemas del país. Las incidencias de esas polémicas eran revisadas con lupa y discutidas de manera apasionada por maestros y alumnos de nuestra Facultad de Derecho, por minuciosos investigadores del Instituto de Investigaciones Jurídicas, por los profesores y sus discípulos en los estudios de posgrado en ciencias jurídicas.
Crítico y autocrítico en grado sumo, eres tacaño para el elogio. Alérgico al ditirambo, digámoslo así. Esa reluctancia, tan tuya, te ha metido en problemas, y no pequeños en ocasiones, con otras personalidades universitarias, intelectuales o políticas.
Austero –casi franciscano en tu vida personal–, nada te ha intimidado. Por eso has actuado, a veces, con temeridad. Eres escrupuloso en la aplicación de la ley pero alérgico a la burocracia. De ello has dado larga probanza.
Tú, cuando te lo propones –y te lo propones muy a menudo, Jorge–, eres irónico, corrosivo, directo. Hablas sin circunloquios, sin subterfugios, sin ornamentos retóricos. Eres avezado disidente. El mejor y más cercano discípulo de Mario de la Cueva, tu, Jorge, eres quien más ha disentido de él, con respetuosa y laica unción republicana, pero de una manera clara, sin rodeos. Aquellas polémicas llenaban de orgullo a un De la Cueva habituado al debate, a la discusión, a la controversia, caminos que nos llevan a la luz y nos conducen a la convivencia democrática. Hacías feliz al maestro cuando discutías con él para defender tus argumentos con lucidez y apasionamiento.
Tu examen profesional de licenciatura, que yo presencié en un auditorio Jacinto Pallares lleno de bote en bote –maestros y alumnos acudimos expectantes para disfrutar ese momento, uno de los mejores de tu vida académica–, es muestra excelente de las discrepancias que podían tener tú y don Mario. El examen fue un auténtico duelo de inteligencias. Defendías tu tesis con ardiente vehemencia –siempre has sido enfático, no lo niegues, querido Jorge–, mientras De la Cueva abordaba un tema u otro y sabía qué decir para que tú te incendiaras –literalmente te ponías en llamas– y mostraras de ese modo tus aptitudes, tu conocimiento, tus razones.
¿Cómo no recordar, con fraterna nostalgia, aquellas prolongadas y suculentas comidas en casa de los Carpizo? Tu madre, extraordinaria chef de alta cocina, y tu padre, caballeroso y magnífico anfitrión, nos recibían con señorío, nos regalaban su compañía y sus inolvidables platillos campechanos. Compartían, con María Lavalle Urbina, con don Mario, contigo y conmigo, discusiones en torno de los últimos acontecimientos políticos de México y del mundo, las novelas que leíamos, las películas o el teatro que habíamos visto, los poetas de nuestras preferencias, los partidos de fútbol que apasionaban a De la Cueva …
¿Te acuerdas, Jorge, de aquellas mañanas de domingo en las que nos reuníamos en casa del maestro, en su oráculo de Nicolás San Juan? Yo las retengo en la memoria de manera indeleble. Son escenas inolvidables: se hablaba de todo y a veces comíamos allí mismo –la cocina de casa del maestro era buena, es verdad, pero siempre comimos y bebimos mejor en casa de los Carpizo– o íbamos a un restaurante alemán situado frente a los viveros de Coyoacán. ¿Te acuerdas?
Cuando, en unión de un numeroso y heterogéneo grupo denominado Ciudadanos en Defensa del Estado Laico, te invitamos, hace ya casi cuatro años, a adherirte a esa agrupación, aceptaste con entusiasmo. Desde entonces has aportado al grupo diversos documentos para su estudio, análisis y discusión colectiva.
Desde los años de nuestro primer encuentro en la Facultad de Derecho hemos coincidido en la lucha cotidiana, querido Jorge, por mantener actual y vigente el concepto de laicidad en México. Leemos textos clásicos, nacionales y extranjeros, y defendemos la autonomía del Estado, la autonomía de la política. Y ahora seguimos juntos en la misma trinchera.
Nos ayudaste mucho en todo el difícil proceso jurídico, político, legislativo y parlamentario que condujo a la reforma del artículo 40 constitucional. Nuestra república hoy, no solo es representativa, democrática y federal. Nuestra república, invicto Jorge, es una república laica. ¡Viva la república laica del siglo XXI!
Y a propósito de laicidad, querido Jorge, tú fuiste el impulsor principal de las gestiones que culminaron con la creación, en el seno del Instituto de Investigaciones Jurídicas de nuestra UNAM, de la Cátedra Benito Juárez, instancia desde la que se estudia, se explica, se defiende y se difunde una propuesta democrática laica para el siglo XXI.
En fin, Jorge, estas son algunas de las muchas cosas que quería decirte. Sigamos comunicados, como siempre.
Lee sin mesura; estudia mucho, como siempre; investiga y escribe sin parar; ve películas y no dejes de asistir al teatro; orienta a tus alumnos; ríete a carcajadas como sabes hacerlo; habla francés con acento campechano y, si te queda un minuto libre, contéstame esta carta que hoy te envío con mi mayor afecto.
Rodolfo Echeverría
27 de septiembre de 2013
San Ángel Inn
Universidad Nacional Autónoma de México
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Ciudad Universitaria.
Coyoacán. 04510.
Ciudad de México, Distrito Federal.
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