Luis de la Barreda Solórzano
JORGE CARPIZO EN EL CORAZÓN
Jorge Carpizo vivió apasionadamente, defendiendo con vehemencia sus convicciones. Salvo el de presidente de la República, ocupó los más importantes cargos públicos, en los cuales puso sus afanes, sus conocimientos y su inteligencia al servicio de los valores más elevados de nuestro proceso civilizatorio: los derechos humanos, la justicia, la solidaridad, el laicismo, las libertades. Nunca dejó de ser un académico —destacadísimo—, pero no declinó los encargos desde los que tenía la oportunidad de llevar a la práctica aquello en lo que creía.
Es común que los críticos del sistema al ocupar un puesto en el gobierno se olviden de sus cuestionamientos mientras duran en el mismo. Se trata de conservar el empleo sin hacer mucho ruido. La congruencia puede esperar. Jorge Carpizo era de otra madera. Él decidió desde muy joven hacer carrera académica, pero se le designó varias veces para desempeñar funciones públicas de la más alta relevancia. Al ejercerlas —enemigo de las simulaciones, la mediocridad y el conformismo—, remó contra la corriente intentando que su paso por las instituciones fuera fructífero.
En la UNAM fue un brillante director del Instituto de Investigaciones Jurídicas y un rector comprometido que diagnosticó los vicios del quehacer universitario y propuso un esfuerzo colectivo por erigir la mejor universidad posible. En la PGR resolvió el asesinato del Cardenal Juan José Posadas Ocampo consignando a los presuntos responsables; consignó asimismo a importantes capos del narcotráfico, incluyendo al Chapo Guzmán, con base en tareas de inteligencia, sin tiros y sin tortura, con pleno respeto a los derechos humanos; emprendió la limpieza profunda de la institución, e inició un proceso de capacitación rigurosa de los agentes ministeriales, los policías de investigación y los peritos. En la Secretaría de Gobernación organizó una elección presidencial inobjetable. Como primer ombudsman del país logró una CNDH creíble, respetable y respetada por todos. No dejó de defender su buen nombre: con la pura fuerza de la razón y la ley obligó a rectificar el contenido de notas calumniosas a El Universal y La Jornada. Como todos los grandes hombres, despertaba admiración pero también odios y envidias de aquellos que ante la grandeza humana son conscientes de su propia pequeñez.
Siguiendo la exhortación de Kipling, Jorge Carpizo llenaba cada hora de 60 minutos de lucha, lo que no le impedía disfrutar plenamente de la vida. Amaba los viajes, la música, la lectura, la conversación, el vino y la amistad. Sensible en todos los temas, en una ocasión, mientras escuchábamos a Elvira Ríos, me dijo que la mejor voz de las cantantes de bolero mexicanas era la de Toña la Negra, pero la de Elvira, en su gravedad sensual, le daba a los boleros toda la intensidad dramática que la letra ––amores contrariados, corazones rotos, desengaños amorosos, relaciones clandestinas–– requería.
Me honró invitándome a fundar el Programa Penitenciario de la CNDH. Sin que nunca me lo revelara —su generosidad jamás buscó agradecimientos—, sé que fue él quien sugirió al presidente Carlos Salinas de Gortari que me propusiera ante la Asamblea Legislativa del Distrito Federal como primer presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la capital de la República (CDHDF) y al rector José Narro que me designara Coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM. Me brindó siempre su amistad y su confianza. Y como amigo el doctor Carpizo era insuperable. Su generosidad fue extraordinaria.
Tengo muchas cosas que agradecerle. Lo que más le agradezco es haber probado con su vida que, aun en las circunstancias más difíciles, es posible mantenerse leal a los sueños y los principios.
Lo recuerdo con cariño y nostalgia, con tristeza por su partida pero con alegría por haber disfrutado de su amistad, y, desde luego, con admiración. Jorge Carpizo enriqueció tanto al país como mi vida.
Luis de la Barreda Solórzano
UN OMBUDSMAN EJEMPLAR
El doctor Jorge Carpizo y yo todavía no éramos amigos entonces. Nos conocíamos sólo por buenas referencias mutuas del ámbito académico, por un trato superficial en la Academia Mexicana de Derechos Humanos, de la que ambos formábamos parte, y por coincidir en algunas conferencias y congresos sobre temas jurídicos. Yo le tenía una gran admiración.
Él era un constitucionalista reconocido internacionalmente y había ejercido en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) cargos muy importantes. Después de ser abogado general, coordinador de Humanidades y director del Instituto de Investigaciones Jurídicas, funciones que desempeñó brillantemente, fue designado rector. En este último cargo elaboró un documento sobre las fortalezas y las debilidades de la UNAM, a partir del cual se planteó lograr la superación de nuestra máxima Casa de Estudios con una serie de medidas que afectaban privilegios e intereses creados. Una huelga estudiantil frustró los planes de Carpizo, pero éste mostró que no le importaba levantar olas en defensa de principios y convicciones.
Como presidente fundador de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) en poco tiempo había conquistado el reconocimiento de una opinión pública sumamente escéptica respecto de todas las instituciones del Estado. Su primer gran triunfo fue descubrir al autor intelectual del homicidio de la abogada sinaloense Norma Corona: un alto jefe policiaco, que fue juzgado y condenado a una altísima pena de prisión, y que aún sigue (creo) en la cárcel. El crimen, que provocó una conmoción gigantesca, hubiera quedado impune sin la intervención eficaz de la CNDH.
En ese y en los demás asuntos de que conocía, Carpizo demostró muy pronto los alcances que podía tener la institución. Él sabía, como lo reconoció en su discurso de toma de posesión, que la confianza de la ciudadanía no la tendría a priori; sabía que tendría que ganársela en un medio en el que el abuso y la impunidad eran el pan nuestro de cada día; sabía que no la ganaría con discursos ni con la proclamación de buenas intenciones sino, tan sólo, con resultados y más resultados. Y la conquistó.
Es invaluable lo que los mexicanos le debemos a Carpizo: los resultados conseguidos consolidaron vertiginosamente en nuestro país a una institución cuya fuerza básica es su autoridad moral. La sociedad mexicana se encontraba ante el hallazgo de una figura de verdadero control sobre el gobierno.
Un buen día el doctor Carpizo me invitó a comer. Apenas ocupamos la mesa, me invitó, sin preámbulos, a hacerme cargo del Programa Penitenciario de la CNDH, que me tocaría fundar. Mi trabajo consistiría en formular una propuesta, que se presentaría al presidente de la República, sólida, imaginativa y viable, para mejorar la situación desastrosa en que se encontraban las prisiones mexicanas.
Ese hombre al que yo admiraba tanto, Jorge Carpizo, me invitaba a fundar el Programa Penitenciario en la CNDH. Fue para mí una enorme sorpresa, un inesperado regalo de los muchos que me ha brindado la vida. Acepté encantado. Jamás había formado parte del legendario equipo carpiziano que acompañaba a su jefe desde sus tiempos de director del Instituto de Investigaciones Jurídicas y que había permanecido con él cuando fue Rector. Era un equipo eficiente y leal a toda prueba. ¡Y yo me incorporaba a ese equipo!
Al hacerme cargo del Programa Penitenciario, en junio de 1991 (¡ay, cómo vuela el tiempo!), estaban muy recientes varios hechos de violencia en diversas cárceles mexicanas. Uno de ellos fue espeluznante: en Tepic se ejecutó, cuando ya estaban rendidos, a varios presos que se habían amotinado.
Mi misión consistía no sólo en proponer medidas para abatir los sucesos violentos sino también en sugerir fórmulas que permitieran que los internos llevaran una vida más digna sin menoscabo de la seguridad de las prisiones que los alojaban. La propuesta debía estar lista en seis meses.
Al poco tiempo de iniciar ese trabajo, Carpizo decidió que mi ingreso a la CNDH se aprovechara también para supervisar las prisiones mexicanas, detectar sus vicios, descubrir las violaciones a los derechos humanos de los internos y formular las recomendaciones para superar esos vicios y detener tales violaciones. Así, ya no me quedaría en la institución sólo seis meses sino un lapso indefinido. Era un privilegio enorme tener esa oportunidad. Y un compromiso colosal.
Para empezar, ¿a quiénes debíamos contratar para visitar las cárceles y llevar a cabo una tarea que jamás se había hecho en México? Carpizo me dio absoluta libertad para decidirlo. Opté por invitar mayoritariamente a muchachas y muchachos que hacía poco habían sido mis alumnos de derecho penal en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales-Acatlán de la UNAM y en la Unidad Azcapotzalco de la Universidad Autónoma Metropolitana, los cuales reunían honestidad, entusiasmo, inteligencia y buena preparación.
La invitación les entusiasmó como a mí me hubiera entusiasmado haberla recibido recién egresado de la Facultad de Derecho y antes de cumplir los 25 años. Era la oportunidad, por decirlo con palabras de mi entrañable amigo José Antonio Aguilar Valdés, de ser héroes sin necesidad de despanzurrarse. Pero no todos los padres de los invitados compartieron el entusiasmo de sus hijos. Algunos, levantando la voz, les dijeron que cómo podía ocurrírsele a ese profesor chiflado invitarlos a ellos, tiernos pollitos sin experiencia, a una aventura tan peligrosa. Fue el caso, por ejemplo, de una de mis mejores exalumnas, la cual, después de haber aceptado, me telefoneó para decirme, llorando, que, ante la oposición de su padre (ella aún vivía con sus padres), prefería declinar la invitación.
Los supervisores penitenciarios, como llamamos a los nuevos compañeros, cumplieron su cometido con entrega, valentía y profesionalismo que compensaron su inexperiencia (aunque en esa tarea de supervisar prisiones nadie en el país tenía experiencia). Felizmente, nadie sufrió agresión alguna en sus visitas a las prisiones, tras de las cuales comentaban, con exaltado entusiasmo, las vicisitudes enfrentadas. Los directores de las cárceles, muchos de los cuales estaban acostumbrados a realizar prácticas de corrupción y de abuso contra los presos sin que nada ni nadie se los obstaculizara, no eran muy felices que digamos con nuestra presencia en sus feudos.
En el Centro de Readaptación Social de San Luis Potosí comprobamos que el propio director había golpeado personalmente con suma rudeza a unos internos como castigo porque habían intentado fugarse. Uno de ellos presentaba lesiones en la espalda que nuestro médico forense estimó que fueron causadas con un palo con el que fue aporreado. Después de la paliza el director los encerró desnudos en celdas de castigo sin ventilación, sin servicio sanitario, sin luz, sin camas y con excrementos en el piso, privándolos de alimentos y de agua. En esa situación permanecieron hasta que los descubrió en su aislamiento, sangrantes y desfallecientes, el capellán de la prisión.
Jorge Carpizo firmó la recomendación, dirigida al gobernador el Estado, en la que solicitábamos la suspensión del Director, el inicio del procedimiento administrativo y de la averiguación previa correspondientes así como la clausura definitiva de todas las celdas que no contaran con servicios elementales.
El gobernador de San Luis Potosí era otro hombre admirable, don Gonzalo Martínez Corbalá, que 19 años atrás, en 1973, como embajador de México en Chile, se había portado heroicamente ante el golpe de Estado del general Augusto Pinochet contra el presidente Salvador Allende, asilando en la embajada mexicana a muchos perseguidos y defendiendo el derecho de asilo ante los militares golpistas. El gobernador se irritó con nuestra recomendación y vino a la Ciudad de México a hablar con el doctor Carpizo, a quien solicitó una rectificación. Le aseguró que los internos se habían autoinfligido las lesiones y que sus imputaciones contra el director de la prisión obedecían a que éste era un funcionario probo que estaba combatiendo el tráfico de drogas.
Carpizo me transmitió el punto de vista del gobernador. Yo le mostré las evidencias contundentes que refutaban la versión de don Gonzalo. El sólido y exhaustivo peritaje médico forense dejaba en claro que por la trayectoria, el impulso y la fuerza con que fueron provocadas las lesiones no eran, no podían ser, autoinfligidas. Por otra parte, nosotros habíamos visto las celdas de castigo constatando las condiciones inaceptables en que se encontraban. Y estaba el testimonio del capellán que había encontrado a los internos maltrechos.
Carpizo sopesó mis palabras, me miró muy serio, en silencio, se acomodó los anteojos, y después de unos segundos, sonriendo, me dijo:
––Muy buen trabajo, Luis. Aunque se trate de Martínez Corbalá, si el director abusó de los presos, la Comisión no podía sino actuar en consecuencia.
Entre los logros del Programa Penitenciario de la CNDH estaban precisamente la reducción considerable de maltratos contra los internos y la cancelación de numerosas celdas de castigo infrahumanas.
Con un nudo en la garganta me acerqué a él. Nos abrazamos fuertemente. Nacía en ese momento una amistad que duraría toda la vida.
Poco después se supo que el director defendido por don Gonzalo Martínez Corbalá había estado anteriormente al frente del Centro de Readaptación Social de Torreón, del que había salido huyendo ––envió su renuncia por fax–– al descubrirse que consintió en que uno de los presos, condenado por un delito relacionado con el narcotráfico, fuera suplantado en la prisión por otro hombre. Así que no era un funcionario probo.
Luis de la Barreda Solórzano
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